jueves, 28 de abril de 2016

Diez batallas epónimas



El titular de una pasada crónica futbolística del diario El Mundo nos ha traído a la memoria que la referencia metafórica a una batalla más utilizada en lenguaje actual quizá sea Waterloo.  La derrota que marca, por antonomasia, el fin de una era. Sin juicios de valor sobre su uso en este caso, que esto no va de fútbol.

Esta constatación nos ha dado pie a reflexionar sobre las batallas que se han incorporado a nuestro lenguaje en forma de palabras comunes. La más universal seguramente es la de Maratón que todas las lenguas modernas utilizan para denominar la carrera de fondo disputada sobre la caprichosa distancia de  42.195 metros. 

Su origen, como es bien sabido, se encuentra en la mítica gesta del soldado Filípides que en el año 490 a. C. habría muerto de fatiga tras haber corrido desde la llanura de Maratón (que en griego significa hinojo) hasta Atenas a donde fue enviado para anunciar la poco esperada victoria griega sobre el ejército persa.

Aunque según Heródoto el esforzado Filípides lo que habría corrido es desde Atenas a Esparta para pedir apoyo militar, unos 240 km que habría hecho en dos días, los padres de los juegos olímpico se quedaron con la primera versión. Y a partir de ella establecieron la carrera de larga distancia programada en los juegos de Atenas de 1896 reproduciendo la hipotética ruta original cuyo recorrido no llega a los 40 km pero fue redondeado con una vuelta al Estadio Panathinaikó.

El recorrido de la maratón de la Olimpiada de Atenas de 1896
Los organizadores de la Olimpiada de Londres de 1908 decidieron que la carrera más larga del programa se celebrase entre la ciudad de Windsor y el estadio White City. Esta circunstancia unida al tramo final de pista necesario para colocar la llegada frente al palco presidencial dejó la distancia en los famosos 42.195 metros que fueron declarados oficiales en 1921. Si los británicos no respetaron los frisos del Partenón, ¿por qué iban a hacerlo con la geografía griega?

El recorrido de la maratón de la Olimpiada de Londres de 1908
De un uso generalizado en todas las lenguas saltamos a otro privativo de la nuestra porque vamos a continuar con el adjetivo numantino que, en tercera acepción, significa “que resiste con tenacidad hasta el límite, a menudo en condiciones precarias”. Con el mismo se rinde tributo a los trece meses de hambruna que en el año 133 a. c. pasaron los celtíberos habitantes de esa población situada sobre el Cerro de la Muela, a siete kilómetros de la ciudad de Soria, hasta suicidarse unos y rendirse otros al sitio de un poderoso ejército romano.

Pasamos a los colores porque conocemos tres que toman sus nombres de batallas. El magenta lo hace de la librada el 4 junio de 1859 durante la segunda guerra de independencia italiana que se saldó con una victoria sardo-francesa bajo el mando de Napoleón III sobre los austriacos. Y la casualidad quiso que ese color se pusiera entonces de moda porque el colorante artificial llamado fucsina que permitía aplicarlo más económicamente a los tejidos que los anteriores tintes de origen animal había sido descubierto poco antes por August Wilhelm von Hofmann y François-Emmanuel Verguin de forma independiente y casi simultánea.

Tan solo veinte días más tarde tuvo lugar la batalla de Solferino (que en italiano significa sol feroz) cuyos horrores impulsaron a Henri Dunant a fundar la Cruz Roja. Un ciertamente macabro mimetismo llevó a dar ese nombre a otro color morado rojizo, aunque es una denominación nada utilizada hoy en día. Aun así, o quizá por ello, hay una firma italiana que lo ha adoptado como denominación de marca y color corporativo, del mismo modo que la alemana Deutscke Telekom tiene registrado, no sin polémicas, el uso del magenta en el sector de telefonía.


El gris que llamamos marengo toma su nombre, aunque de manera indirecta, del enclave piamontés próximo a la ciudad de Alessandria en donde tuvo lugar en 1800 una famosa batalla entre las tropas austriacas y las francesas dirigidas por Napoleón Bonaparte. El triunfo llevó a este a dar ese nombre al que se convertiría en el más famoso de sus caballos, un corcel que fue aprehendido por los británicos tras la batalla de Waterloo, de ahí que su esqueleto se conserve en Museo Nacional de la Armada de Sandhurst. Marengo se llamó a una “tela de lana tejida con hilos de distintos colores y que da el aspecto de mezclilla” probablemente por su similitud con la capa del famoso caballo, pero está menos claro por qué llamamos gris marengo al de tonalidad oscura.

Marengo se llamó también al Napoleón, la moneda de oro con valor de 20 francos acuñada en 1801 para celebrar esa victoria. Esta denominación se extendió posteriormente a todas las monedas de 20 francos acuñadas en el siglo XIX. Tras el establecimiento en 1865 de la Unión Monetaria Latina a la que España se adhirió tres años más tarde, el nombre de marengo se extendió a las otras monedas de la unión con el mismo valor, significativamente a las 20 liras italianas que siguen siendo conocidas con ese nombre en numismática.

Una cuarta batalla librada en suelo italiano que ha pasado a nuestro idioma es la que en 1522 enfrentó a franceses y españoles cerca de la población ubicada al oeste de Milán llamada Bicocca. Y parece que la victoria de los nuestros fue tan fácil que bicoca pasó a dar nombre a los chollos.

Y todavía hay una quinta, la que tuvo lugar en 1503 junto a la ciudad italiana de Cerignola entre franceses y españoles que dio lugar a la hoy poco utilizada palabra chirinola que significa reyerta o disputa. Esa fue una confrontación de gran importancia para la evolución de la táctica militar porque fue la primera vez que la infantería se impuso en campo abierto a la caballería y ello gracias al genio militar del Gran Capitán.

La batalla más reciente que, hasta donde conocemos, ha dado lugar a una palabra admitida en el diccionario es la librada en la ciudad belga de Ypres durante la Primera Guerra Mundial. En ella los alemanes dieron inicio el 22 de abril de 1915 a la historia del uso de armas químicas al utilizar el que es conocido por su color como gas mostaza o también iperita por el nombre de aquel lugar.

El que ciertamente no tiene mucho uso en español es el anglicismo balaclava. Esta es una denominación alternativa del pasamontañas que en el lenguaje militar, ignoramos el motivo, también es conocido como braga. Los británicos le dieron el nombre de la desastrosa batalla librada por sus tropas en la Guerra de Crimea en 1854 cuando tuvieron noticia de que estas, aparte de la incompetencia de sus mandos, habían padecido mucho frío. Por ello la gente se apresuró a tejer prendas de abrigo, entre las que no faltaban esos gorros, con el fin de enviárselos a sus soldados.

Tampoco recoge nuestro Diccionario oficial el término lepanto utilizado en el argot de la Armada para denominar el característico gorro de la marinería. Ese nombre es el apócope de "sombrero tipo Lepanto" que se dio al diseño adoptado para sustituir el sombrero de paja utilizado hasta entonces. Y es que este se probó con la dotación de un buque escuela de principios del siglo XX que conmemoraba con su nombre la que para Cervantes, que como es sabido perdió en ella su brazo, fue «la más alta ocasión que vieron los siglos». Lo más chusco es que ese "crucero protegido" de la clase Reina Regente había sido convertido en "Escuela de Artillería y Torpedistas" por sus malas condiciones marineras.

Pero ya se ve como, en el idioma español, las batallas que han dado más juego lingüístico claramente han sido las libradas en suelo italiano.




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